30 de agosto de 2012

Satélites (200.8)


(...)

La dualidad; dos cierres, encajados y soldados. Sentían como afiladas denteras mordían el aire que les separaba. En ocasiones hablaban, pero nunca se dieron información personal. La mayor parte del tiempo ella brillaba intensa y bien alta, bella, parpadeante sobre el paisaje cutáneo que soportaba su peso. La luz que generaba su unión viajaba a través de sus puntos de contacto, alimentando las ganas y el instante, prensando el espacio para capturar partículas de tiempo. Ella se reflejaba en él y éste a su vez le devolvía el reflejo aumentando de ese modo el resplandor. Una tarea bi direccional, un equipo, un ciclo. Un ritual adictivo. Era tan lógica su unión como lo era su individualidad. Eran una circunstancia y no existía la posibilidad de aventurarse a explorar otros niveles. La oscuridad les atormentaba en solitario, como dos bombillas apagadas. De una absurdez nostálgica, una existencia sin-sentido. No hablaron jamás de sus tenues pensamientos. Se abandonaban al tacto y al fulgor. Drogados, agotados, asfixiados. Y como una estrella que se apaga, que se une al cementerio sideral, sigue engañando al que la percibe, presumiendo con su más potente centelleo hasta que el tiempo ejerce justicia.
Apagada, agazapada en posición fetal a espaldas de su satélite adormecido. Despertó algo mareada, incorporándose con dificultad.


Se encendió un cigarro. Le dio varias caladas, seguidas, expulsando el humo a modo de chimenea industrial.
- No sabría explicarte. Es una sensación muy extraña. Es como si de repente nada me sujetara a este mundo; como si tú, la calle, mi casa, yo misma … todo; absolutamente todo perteneciera a un tiempo distinto, como la cara de un prisma totalmente opuesta a la que yo habito.
- Sí que es raro - murmuró sin ganas mientras la abrazaba con fuerza, debajo de las sábanas.
- ¿Nunca te ha pasado?
- Uhm… ¿el qué?.
- Pues eso; sentirte fuera.
- Yo me esfuerzo bastante en quedarme dentro.
Le besó el hombro de la chica mientras manoseaba su cuerpo, anclado a la cama.

- Eres un cerdo.


A veces el corazón se le atropellaba en el pecho; el epicentro de su sistema emocional. Se palpaba disimuladamente el pulso, buscando el segundero de su reloj biológico. Viajaba a otros planos; conocía respuestas de sus grandes enigmas. Despierta con la duda; ¿estás fuera ya?
Malditos los sueños, sí.
Me recalco en su indeseado nacimiento. Estas calles se me cruzan, anudadas las esquinas; imposible orientarse.
Creía haber experimentado la muerte. Un reciclaje.
Sufría incontinencia emocional; lloraba.
Quieta, muy quieta; con miedo a desfallecer. Daba pasos vacilantes sobre el asfalto flotante. No puedes predecir en qué momento pasarás a formar parte del fin de tu propia historia.
Y ella quiere ser la historia, pero no su protagonista.
- A veces me da la impresión de que no me pertenezco. Si me golpeas no me duele; si me abrazas, sentiré el calor de tu cuerpo muy lejano, casi como un vago recuerdo que se presenta desenfocado.
Fue a buscarse tan lejos que ya no se percibe. ¿Y ves? Ahora nota su sangre, de color violeta, estampándose contra las paredes de su corazón, atragantándosele en el pecho.
- Ahora podría caer y eso significaría el fin. Podrías tirarme del pelo, abofetearme, echarme agua fría y llorar sobre mi tripa. Quizás la oirías rugir de rabia.





(...)

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